"Desapariciones: de la llamada Guerra Sucia a Ayotzinapa"([1])
Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM).
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(*) Pilar Calveiro Garrido es argentina, residente en México. Es licenciada, maestra y doctora en Ciencias Políticas por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es profesora investigadora de tiempo completo de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y miembro del Sistema Nacional de Investigadores del mismo país. Trabaja las líneas de violencia política, historia reciente, memoria y resistencias. Premio Konex 2014, por su producción general, y Premio Nacional de Ensayo Político en Argentina, por su libro Violencias de Estado. Entre sus publicaciones se destacan los libros individuales Poder y desaparición (1998), Redes familiares de sumisión y resistencia (2003), Familia y poder (2006), Política y/o violencia (2006) y Violencias de Estado (2012).
Sinopsis: Este artículo analiza la desaparición forzada como una tecnología represiva que se instaló en América Latina en los años 60 y 70 del siglo pasado. Aunque ilegal, fue ordenada y ejecutada por las instituciones estatales con el objeto de eliminar la disidencia política, principalmente la organizada en torno a grupos armados. En el caso mexicano recurrió a prácticas de terrorismo de Estado, aunque focalizadas. A partir de 1978 el fenómeno decreció, sin desaparecer, para volver a incrementarse, sobre todo a partir de 2006, pero bajo nuevas modalidades. La transformación de las estructuras de poder y del aparato estatal bajo una gubernamentalidad neoliberal dieron lugar a nuevas violencias y modalidades represivas. La desaparición forzada se mantuvo, pero bajo nuevas características (otras modalidades, diferente perfil de las víctimas y de los perpetradores con la asociación de agentes estatales y privados). Asimismo, presenta otros usos políticos, principalmente de control territorial y desposesión.
Palabras clave: Desaparición forzada, gubernamentalidad neoliberal, violencia
La desaparición forzada como dispositivo represivo estatal
La desaparición forzada es un viejo recurso represivo, que se utilizó en América Latina contra la disidencia política a partir de los años sesenta del siglo pasado y, sobre todo, en la década del setenta. En ese periodo, pasó de ser una práctica aislada y excepcional para convertirse en una política generalizada en el continente y una tecnología represiva de primer orden en gran parte de los Estados de la región (Calloni, González Villarreal).
La generalización de esta modalidad de lo represivo es inseparable de las prácticas y las concepciones políticas de la época. La visión política predominante de esos años fue fuertemente estadocéntrica, tanto desde las estructuras de poder como desde los grupos contrahegemónicos.
El control del aparato estatal, entendido como un fin en sí mismo, se garantizaba recurriendo al uso de la fuerza pública por encima del consenso y en contra de él. Esta fue una práctica común entre los sectores hegemónicos, que se verificó en numerosos golpes militares, así como en las diversas formas de fraude político. Baste decir que entre 1962 y 1967 ocurrió una sucesión de nueve golpes de Estado en diferentes países: dos en Argentina, y los restantes en Brasil, Bolivia, Ecuador, Guatemala, Honduras, Perú y República Dominicana (Rouquié, “La desmilitarización y la institucionalización de los sistemas políticos dominados por los militares en América Latina” 173). Ya en los años setenta se sucedieron el golpe militar de Augusto Pinochet en Chile, la dictadura cívico militar de Uruguay y un nuevo golpe militar en Argentina, el más sangriento de todos. Por su parte, las democracias subsistentes, como la mexicana o la colombiana, eran democracias restringidas y con fuertes rasgos autoritarios, en las que el Estado tenía un papel central. Se puede decir que los proyectos nacionales en general, incluso los reformistas, se pensaban desde esta centralidad estatal y, en todo caso, se proponían reformarlo, para utilizar de manera menos opresiva su potencia y sus instituciones.
Por su parte, los proyectos abiertamente revolucionarios se planteaban la toma del aparato estatal para pasar de la explotación capitalista a un socialismo, que requería también de un Estado poderoso, capaz de realizar e imponer las transformaciones necesarias. Se suponía que, en un momento posterior y una vez afianzado el socialismo, se abrirían las puertas de una sociedad sin clases, sin explotación y, por fin, sin Estado. Pero eso era parte de un horizonte lejano al que aún no había arribado ningún país y que no representaba una verdadera preocupación para los militantes de entonces.
Los diferentes grupos políticos preveían distintos caminos para alcanzar ese objetivo. Algunos optaron por la creación de un partido de clase que sería capaz de disputar la hegemonía del Estado cuando se dieran las condiciones económicas, políticas e ideológicas para la ruptura revolucionaria. Mientras tanto, participaban en las luchas sociales y políticas tratando de propiciar dichas condiciones. Otros, apostaron a crear las bases para un estallido insurreccional, como efecto de la agudización de las contradicciones sociales dentro del capitalismo. Pero no fueron pocos quienes creyeron que, en lugar de esperar a que se gestaran las condiciones revolucionarias, era mejor -y era posible-, tratar de crearlas. Pensaban que, ante la ilegitimidad, la violencia y la perpetuación de las dictaduras militares y las democracias restringidas que predominaba en América Latina, la acción armada para derrocarlas era el único camino posible. Creían que la acción armada podía catalizar el proceso, acelerarlo y crear, ella misma, condiciones revolucionarias que precipitaran la caída del capitalismo y la toma de aparato estatal por parte de las fuerzas revolucionarias. Regis Debray había escrito, en 1967, su célebre artículo “Revolución en la revolución”, uno de los textos más influyentes en la formación de las organizaciones político militares de América Latina. En él afirmaba que “Cuba ha dado la arrancada a la revolución armada en América Latina […] Hoy, en América Latina, una línea política que no pueda expresarse, en el plano de sus efectos, en una línea militar coherente y precise, no puede ser tenida por revolucionaria” (Debray 124)
Así, las organizaciones armadas guerrilleras en unos casos, los llamados “ejércitos populares” en otros, los partidos armados, se multiplicaron en América Latina, principalmente después del éxito de la Revolución cubana, que cimbró los presupuestos de la izquierda clásica y las vías revolucionarias ensayadas hasta entonces. Estos nuevos grupos desafiaban, empírica y discursivamente, el monopolio de la violencia estatal y sobre todo de su legitimidad, poniendo en cuestionamiento el corazón mismo del Estado, su soberanía. No es de extrañar, por lo tanto, que el aparato focalizara toda su atención y dirigiera toda su potencia represiva sobre ellos.
Los años sesenta y los primeros setenta fueron de gran efervescencia política y de apuestas fuertes, armadas y no armadas, de ascenso de las luchas sociales y políticas, que los respectivos Estados intentaron eliminar. Del mayo francés y los movimientos estudiantiles a nivel mundial, a la derrota de Estados Unidos en Vietnam, pasando por la victoria de Salvador Allende, primera experiencia de tránsito pacífico y electoral al socialismo, se demandaban y abrían opciones de transformación profunda y revolucionaria. En ese contexto fue que surgieron movimientos armados de distinto signo en gran parte de América Latina. Es importante señalar que no fueron las experiencias de violencia revolucionaria las que desataron la violencia estatal. Todo lo contrario. Fueron más bien las distintas violencias previamente instituidas -desde la eliminación de los oponentes políticos, pasando por la tortura sistemática, hasta la mentira y el fraude-, que clausuraron los sistemas políticos haciéndolos inaccesibles, las que llevaron a la búsqueda de otros caminos para acceder al poder del Estado y a su posterior transformación
Ilegalidad y Estado de Excepción
Todo Estado tiene un núcleo violento que reside en su capacidad coercitiva pero también en el derecho; violencia estatal y derecho no son opuestos sino que se sostienen entre sí. Como ya lo señalara Walter Benjamin, la violencia es, o bien la garantía para la conservación del Estado y el derecho vigente, o bien el instrumento para la fundación de un nuevo Estado y un nuevo derecho que, a su vez, legitima nuevas violencias. Pero el propio Benjamin apunta que el derecho vigente, al intentar monopolizar el uso de la violencia social, probablemente no tiene otro fin más que defenderse a sí mismo como único orden posible. Así, sólo considera “legítima” su propia violencia, y prohíbe cualquier otro uso de la fuerza. Esta apropiación de la violencia considerada legítima por parte del derecho es una forma de proteger su jurisdicción y su validez, “decretando que es violento […] en el sentido de fuera-de-la-ley, todo aquello que no lo reconoce” como válido (Derrida 86). De esta manera se distingue entre unas violencias supuestamente legitimadas por la ley, como la represiva, y las que al salir del marco legal, quedarían automáticamente rechazadas como ilegítimas. Es claro entonces, que toda violencia revolucionaria será inmediatamente considerada ilegal y perseguida por el Estado, ya que atenta contra su monopolio, que es el núcleo duro del derecho y del Estado.
Desde esta perspectiva, la violencia estatal, aun cuando sustente un orden injusto, debería operar dentro de los marcos de la ley que la autoriza. Sin embargo, en ciertas circunstancias, se atribuye incluso la potestad de ir más allá del derecho ordinario, mediante la instauración legal del Estado de Excepción. El Estado de Excepción no es más que un permiso que el derecho otorga al Estado para alargar su brazo violento y sobrepasar incluso la ley, cuando se considere amenazado. Esta violencia es, a la vez, fuerza de ley y fuera de ley; es una ilegalidad que, sin embargo, no se considera un delito y se presenta ante la sociedad como legítima y necesaria. En los años sesenta y setenta, Estado de sitio y prácticas de excepción fueron inmediatamente activadas como respuesta a los movimientos revolucionarios.
La recurrencia del Estado a prácticas represivas de excepción o incluso abiertamente ilegales, por fuera de cualquier derecho civil o bélico, como la desaparición forzada, es muy antigua. Sin embargo, fue en el contexto de la Guerra Fría y las llamadas “guerras sucias”, cuando esta modalidad de la desaparición forzada como parte de lo represivo se convirtió en política de Estado en gran parte de los países de América Latina, México incluido. La idea de “guerra sucia”, más que una categoría adecuada describe con bastante precisión una estrategia represiva de carácter continental. La represión de la llamada “subversión” no se trató de una guerra en sentido estricto, como es la lucha entre dos oponentes armados. Consistió más bien en la decisión de tratar a la disidencia interna, armada y no armada, bajo una hipótesis de guerra, es decir, como un enemigo a aniquilar. Y fue sucia porque se recurrió a cualquier medio para ello, violando todas las formas del derecho civil, de excepción e incluso bélico. Su recurso principal fue la desaparición forzada.
En algunos casos, como el de Argentina, la desaparición forzada operó como modalidad represiva prácticamente exclusiva para contener a la disidencia política, principalmente armada, que había sido caracterizada como enemigo externo, infiltrado dentro de la nación para “subvertir” el orden y el derecho vigentes. En otros casos, como en México, fue una más de las tecnologías utilizadas, con este mismo objeto. Pero en ambos casos constituyó una política de Estado en el sentido de que fue instrumentada por el Estado, desde sus instituciones y bajo su control.
Las llamadas guerras sucias no fueron producto de “excesos”, ni de grupos marginales que se salieron de cauce sino del riguroso cumplimiento de órdenes superiores y la obediencia indebida a las mismas. Fueron una creación de Estados autoritarios, fuertemente centralizados, ya fuera bajo el mando de las instituciones militares (como en algunos de los países del Cono Sur) o de instituciones políticas aparentemente democráticas o republicanas. En todos ellos se desplegaron escenarios bélicos construidos para crear supuestos “enemigos” y justificar así prácticas de excepción que les permitieran la aniquilación de sus adversarios y de todo proyecto que amenazara su hegemonía.
Esta estrategia produjo, según las estimaciones de Stella Calloni, más de 400 mil víctimas en el continente (Calloni 20). Con respecto a la desaparición forzada en particular, aunque en la mayor parte de los países no hay registros sistemáticos, a partir de la información con que cuentan los organismos de derechos humanos, se puede decir que se contabilizan entre 20 y 35 mil desapariciones en Guatemala, 12 mil en Haití, 9 mil en Argentina,([2]) casi 7 mil en El Salvador, 3 mil en Perú, alrededor de mil en Chile y Colombia, cientos en México, Bolivia, Honduras, Paraguay, Brasil, Uruguay (Padilla Ballesteros 42-44).
¿Por qué los distintos Estados recurrieron a la práctica ilegal de la desaparición forzada, además de la detención y tortura generalizadas contra todas las formas de la militancia revolucionaria? Porque esta era la forma de exterminar una disidencia que no se sentían capaces de controlar por otros medios y, sobre todo, de hacerlo sin reconocer su responsabilidad. O sea, era una forma de actuar fuera de la ley sin asumir los costos políticos o legales de ello.
La desaparición forzada, como tecnología represiva, tuvo un carácter continental y, en el caso de la Operación Cóndor, que articuló los servicios represivos de Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay, implicó incluso la articulación de redes represivas regionales y supranacionales. Este dato no es irrelevante: se puede decir que la apertura de las fronteras nacionales, la internacionalización y su respectiva restricción de las "soberanías" nacionales, fue primero represiva y luego económica. O, en otros términos, que los Estados latinoamericanos estuvieron dispuestos a hacer concesiones en su soberanía territorial a cambio de mantener la soberanía de su dominación dentro de cada uno de sus países.
Sin embargo, y a pesar de tales acuerdos represivos, no se puede decir que la desaparición forzada haya funcionado igual en todos los países de la región. Si bien en todos fue utilizada por el Estado para eliminar a la disidencia política revolucionaria y tuvo rasgos semejantes que comprendieron la creación de un circuito de secuestro-tortura-asesinato y desaparición de los restos de las personas, en cada país se articuló con las formas específicas del sistema político nativo. De manera que variaron las fuerzas destinadas a ello -la extensión del fenómeno que, en unos casos fue masiva, en otros restringida y en otros apenas circunstancial-, los órganos del Estado que ejecutaron las desapariciones e incluso los modos operativos y las tecnologías de desaparición de los cuerpos.
Desaparición forzada en México
En México, como en otros países, las primeras desapariciones forzadas que se registran corresponden a fines de los sesenta. Siguiendo el análisis de Roberto González Villarreal, se puede decir que comenzó entonces como una práctica incidental que se fue haciendo más frecuente entre 1971 y 1973 (cuando ya se registran decenas de casos), para pasar a ser sistemática entre 1974 y 1978. Durante estos cinco años (contabilizando los registros del Comité Eureka, los de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, Femospp, y el Centro de Investigaciones Históricas Rubén Jaramillo Menéndez) se alcanzó a sumar un total de 708 personas desaparecidas, según ese mismo registro (González Villarreal 168-282). Es interesante analizar el reporte por años, que se puede observar en el Cuadro 1. El mismo permite apreciar el inicio gradual del fenómeno, su ampliación en los años de presencia de la guerrilla, principalmente en Guerrero y, posteriormente, la declinación pero no la cancelación del mismo. El registro de González Villarreal termina en 2001, sin que la desaparición de personas haya cesado. A partir de allí, ocurrió un nuevo repunte del problema, aunque bajo características diferentes, que se analizarán más adelante.
Entre las víctimas de los años 70 se cuentan hombres, mujeres, mujeres embarazadas, niños y ancianos. El 82% de las desapariciones ocurridas entre 1974 y 1978 corresponde al estado de Guerrero donde el Ejército practicó, en la zona de asentamiento de las guerrillas de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, además de la desaparición forzada, el desplazamiento forzado de la población y estrategias de cerco y aniquilamiento.
Los militares allanaban sus casas, amenazaban a los hombres de colgarlos delantes de sus familias, les rompían su ropa, golpeaban a las mujeres, violaron a las niñas pequeñas […] En los retenes detenían las camionetas para catear a las personas, a las mujeres las mataban, otras eran violadas y desaparecidas. (Rangel, “La recuperación de la memoria mediante testimonios orales. La desaparición forzada de personas en Atoyac, Guerrero” 115)
[…] el estado de sitio, el toque de queda, el control sobre el tránsito de alimentos, los salvoconductos, los retenes militares, la práctica de concentrar a la población masculina en la cancha de básquetbol para después llevárselos detenidos y desaparecerlo, el desplazamiento forzado y la concentración de población conocida como aldea vietnamita, constituyen prácticas contrainsurgentes cuyo objetivo es el de causar terror en la población (Rangel, “Introducción" 27).
Cuadro 1
Número de desapariciones en México por año
Año Desaparecidos Año Desaparecidos
1968 1 1983 9
1969 1 1984 4
1971 12 1985 2
1972 20 1986 1
1973 22 1987 3
1974 277 1988 3
1975 69 1989* 2
1976 102 1993 3
1977 107 1994 5
1978 57 1995 6
1979 11 1996 1
1980 9 1997 7
1981 31 1999 14
1982 8 2000 11
S/R 54 2001 7
TOTAL: 859 personas desaparecidas e identificadas por su nombre y lugar de detención.
*No hay registro de personas desaparecidas en los años que no se incluyen en el cuadro.
Fuente: Elaboración propia, a partir de González Villarreal (156-312).
Se sometió así a esa población civil a verdaderas políticas de terror, para quitarle cualquier base de sustentación a los grupos guerrilleros, fuertemente asentados en la región ( Rangel, “La recuperación de la memoria mediante testimonios orales” 114). Es preciso aclarar que cuando hablamos de terror nos referimos a algo que va más allá del miedo y que persigue principalmente inmovilizar a la población, en este caso a aquella que ocupaba específicamente la Costa Grande y Sierra de Guerrero.
A partir de 1979 y hasta el año 2000, la incidencia de la desaparición forzada en México disminuyó a menos de diez casos por año (con excepción de 1981 y 1999), como se puede apreciar en el Cuadro 1, pero se sostuvo a todo lo largo del periodo. Por lo tanto, se podría decir que, aunque de manera más selectiva, durante más de veinte años se mantuvo la decisión de recurrir o tolerar esta práctica, y que la misma se fue “naturalizando” en el escenario político mexicano.
Si bien la tecnología política de la desaparición forzada inició y se focalizó en la sierra de Guerrero, fue ampliándose paulatinamente para alcanzar distintas ciudades y otros estados de la República mexicana, aunque con una intensidad mucho menor. Asimismo, se aprecia el desplazamiento represivo hacia otros sujetos políticos, no necesariamente grupos insurgentes armados, afectando a otro tipo de militantes y activistas sociales. Los mismos fueron perseguidos por el Ejército y por distintas agencias de seguridad del Estado (González Villarreal 87-91), según su jurisdicción, lo que revela justamente la centralización de esta práctica.
Otro aspecto importante que destacan tanto el trabajo de González Villarreal, como el de Sánchez Serrano es que una de las especificidades del fenómeno en México fue la articulación del modelo de desaparición forzada con una gubernamentalidad populista. Aunque en principio esta vinculación parezca contradictoria, no lo es, puesto que el populismo presupone la representación del pueblo, como conjunto, unido por una identidad nacional forjada homogéneamente por el Estado. La existencia de una disidencia popular poderosa, en especial de una insurgencia armada, rompe con esta ficción y, por eso, es más efectivo para el Estado “desaparecerla”, en todos los niveles, que reconocerla y reprimirla por las vías legales, lo que la convertiría en pública y visible.
En este caso, la desaparición forzada se articula a un modelo político muy diferente al de las dictaduras militares del Cono Sur, de manera que le dará otros usos y se acompañará de construcciones discursivas diferentes. El Estado mexicano desplegó un sistema represivo diferencial, que combinó políticas de terror (dirigidas a ciertos grupos políticos y poblacionales específicos), con prácticas represivas de tipo legal hacia otras disidencias, a la vez que usó políticas de cooptación e incluso de construcción de consensos, todo ello de manera simultánea. Su estrategia consistió en políticas diferenciales y de aislamiento de unos y otros.
Por otra parte, aunque en muchos casos existe una enorme cantidad de evidencia de la participación de las agencias estatales y se cuenta con las denuncias de familiares y organismos defensores de los derechos humanos, ha prevalecido una terrible impunidad en relación con estos crímenes, que se niegan, en un intento vano por desconocer su existencia y “desaparecer” la desaparición. Esto sólo ha sido posible por la colusión del aparato judicial y la decisión política de sostener la impunidad. Pero lo más grave es que negación e impunidad no pueden leerse más que como una autorización de hecho para la continuidad de esta práctica, como efectivamente ha sucedido, es decir, para mantener su utilización y los dispositivos que la posibilitan.
Desaparición forzada y gubernamentalidad neoliberal
En efecto, a partir del año 2000 y especialmente de 2006, la desaparición forzada se ha multiplicado como nunca antes en la historia del país, aunque ahora ocurre principalmente sobre grupos no militantes. Los desaparecidos actuales pertenecen a todos los sectores de la población, pero son principalmente jóvenes, varones y pobres que "desaparecen" en circunstancias diversas y por motivos muchas veces incomprensibles. Algunos parecen estar vinculados con las redes delictivas; en otros casos hay indicios de que han sido víctimas de la trata de personas; algunos más corresponden a activistas sociales o políticos, pero hay una gran cantidad de personas cuya desaparición resulta inexplicable. Por esta y por otras razones, no se pueden considerar las actuales desapariciones forzadas como una simple continuidad de las ocurridas en los años setenta. Ha cambiado el Estado, han cambiado las disidencias, ha cambiado el mundo.
A partir de los años noventa y el inicio del presente siglo se ha venido configurando un nuevo orden mundial, claramente diferente del mundo bipolar de los años sesenta y setenta. Se trata de una reorganización hegemónica que comprende enormes transformaciones económicas, políticas, sociales, culturales y subjetivas. Asistimos a una reorganización general del capitalismo ya no de carácter nacional sino a escala global, caracterizada por una concentración escandalosa de los recursos, la riqueza, el poder y el conocimiento (Calveiro, Violencias de Estado).
La privatización de lo público que ha impulsado el neoliberalismo implica una extraordinaria transferencia de recursos que abona a dicha concentración. Las diferencias entre centro y periferia se amplifican dentro de las sociedades y entre los países. Los aparatos estatales han sido parte decisiva en esta reorganización abriendo las economías y subordinándose, de grado o a la fuerza, a los nuevos poderes supranacionales. En consecuencia, han ido perdiendo autonomía.
La soberanía, en tanto poder supremo que permite fijar una ley (y sus excepciones), garantizar los mecanismos para su cumplimiento, fijar políticas de carácter general y controlar la violencia considerada legítima, ha dejado de ejercerse sola o principalmente desde los Estados nación para pasar al ámbito de instancias estatales supranacionales, como el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional. Son estas las que definen nuevas legislaciones y presionan para homologarlas a nivel nacional, las que organizan la persecución judicial de quienes consideran sus “enemigos” (definidos ahora como terroristas), las que trazan políticas económicas, de salud, educativas que se implantan en las más diversas regiones. No se trata pues del debilitamiento del Estado sino de su escalamiento y reconfiguración ahora como Estado global, frente al cual se espera que los Estados nación se alineen o se subordinen (cosa que hacen, salvo en algunas raras excepciones).
Esta reorganización del Estado se acompaña de toda clase de violencias que facilitan la instauración del nuevo orden económico, político, gubernamental. Por una parte, se crean escenarios de guerra que habilitan la intervención militar en cualquier lugar del planeta, como ocurre con la llamada guerra antiterrorista. Por otra, se construye una suerte de “enemigo interno”, el mal llamado crimen organizado, que estructura la agenda política en torno al tema de la seguridad, para establecer legislaciones de excepción y restringir los derechos. En ambos casos, se amplía la violencia estatal y se reducen las garantías. Asimismo, la violencia estructural excluye a grandes masas de población, que quedan al margen de cualquier protección y garantía, en los bordes de la exclusión más radical, como ocurre con migrantes e indígenas principalmente, reducidos en la práctica a la condición de nuda vida (Agamben 167).
Todas estas violencias se ejercen mediante circuitos que conectan lo legal con lo ilegal y lo público con lo privado (Calveiro 307-313). En efecto, las estructuras estatales negocian o se asocian con las corporaciones privadas de la industria de la seguridad, la armamentista y otras, en los escenarios de guerra y represión, pero también con las corporaciones financieras, mineras, forestales que se sirven de ellas. Por otra parte, fragmentos del Estado se conectan comercial y políticamente con las redes delictivas, como vemos a diario en México, en América Latina y en el mundo. De manera que violencias que aparecen como privadas, sólo pueden explicarse por la protección o asociación con fracciones del Estado, es decir, son violencias público-privadas que responden a signos e intereses económicos y políticos y que, por lo mismo, es necesario comprender y abordar políticamente.
Desde sus inicios, los procesos de acumulación capitalista traspusieron los límites entre lo legal y lo ilegal como forma de incrementar las ganancias. Pero este fenómeno adquiere especial relevancia en la fase actual, en que se verifica una indefinición entre la legalidad y la ilegalidad, lo cual, como señala Jairo Estrada, “posibilita las condiciones de emergencia para las nuevas formas de acumulación, en apariencia legales, pero que en realidad, son producto de actividades ilegales" (Estrada 31). Por ejemplo, la falta de transparencia en los mercados financieros internacionales, las políticas de liberalización y desregulación, la existencia de paraísos fiscales conocidos por todos, facilitan el funcionamiento de redes transnacionales de lavado de dinero y de acumulación ilegal que, a su vez, nutren la economía legal proveyéndola de “capitales frescos”. Desde esta perspectiva, los capitales criminales se pueden considerar como un componente funcional a la fase actual del capitalismo, cuya articulación con la economía legal permite estimular su funcionamiento, razón por la cual son permitidos e incluso alentados.
La conexión entre circuitos legales e ilegales no ocurre solamente en el ámbito de la economía, sino que se replica en el espacio político, social, jurídico y represivo. Así, las redes delictivas se expanden gracias a su articulación con sectores del propio aparato estatal, sosteniéndose mutuamente. Mientras las primeras requieren de cierta protección o connivencia con el Estado, este recibe recursos excedentes gracias a las prácticas de corrupción de sus instituciones que le permiten sostener procesos no necesariamente autorizados. Por todo ello es posible sostener, con Jairo Estrada, que en el momento actual, para una gran cantidad de países, "Estado y mafia son consustanciales" (Estrada 48).
En la fase global del capitalismo, la penetración del Estado por grupos criminales que se "asocian" con grupos políticos y económicos, mediante intercambios de favores y ganancias, permite explicar su crecimiento y desarrollo. Se crea de hecho una interdependencia entre los circuitos legales e ilegales de la economía que penetra profundamente en el sistema político y en el propio aparato estatal, condicionándolo.
En este sentido, el Estado ya no es la estructura vertical y relativamente homogénea de los años setenta. No sólo se ha deteriorado aún más su aspiración a cierta soberanía (por la subordinación creciente al orden global) sino que, al interior de la nación, se revela como un aparato fragmentado y discontinuo, en el que entidades federativas y poderes regionales alcanzan una importante autonomía, con el consentimiento del centro y del sistema como tal. Esta autonomía no constituye una disfunción del modelo, sino que es parte del mismo. La gubernamentalidad neoliberal se sustenta en acuerdos y pactos entre los distintos actores del sistema político, que reconocen y respetan sus respectivas jurisdicciones, al modo de los grandes corporativos, dejando actuar unos a otros, siempre que se respeten las reglas de la acumulación y del libre mercado, difusas y cambiantes. Cada fragmento fija las relaciones entre lo público y lo privado, así como entre lo legal y lo ilegal, según un criterio de conveniencia bastante flexible. Esta autonomía relativa, que no excluye la responsabilidad del conjunto ni del poder central, es parte de los acuerdos entre las élites, pero también de la incapacidad del estado para administrar una complejidad creciente.
Otro aspecto constitutivo de la gubernamentalidad neoliberal, que enlaza economía, población y seguridad con procedimientos destinados a dirigir la conducta de las personas, es lo que podríamos llamar políticas del miedo. Al extender la racionalidad de mercado y, más propiamente, la empresarial corporativa a ámbitos no prioritaria ni exclusivamente económicos como la familia, la política y la cultura; al retraer lo público al ámbito privado, a la pura lógica de la acumulación, restringiendo toda clase de garantías; al recurrir a prácticas ilegales que desatan la violencia, se crea un estado general de indefensión económica, social, política que suscita miedo, pero sobre todo que necesita de él. Lo alienta como instrumento de gobierno de las almas, las conciencias, los ciudadanos. Desarrolla nuevas formas de abordar “los problemas específicos de la vida y la población” (Foucault 366), agitando diversos miedos (a enfermedades, catástrofes, “enemigos” internos y externos, precariedades) para configurar un ciudadano temeroso y asustado, retraído hacia la esfera privada de la seguridad personal y absorbido por el mercado.
En este nuevo contexto de reorganización de la gubernamentalidad neoliberal, y de los aparatos estatales en los que se sustenta, es que debemos inscribir el fenómeno de la desaparición forzada en la actualidad.
Por definición, cuando hablamos de desaparición forzada se presupone la participación o el consentimiento de autoridades; sin embargo, el hecho de que en muchos casos sean grupos delictivos los responsables visibles de miles de desapariciones parece crear un panorama confuso. Incluso hay quienes hablan de una adopción de tecnologías del Estado por parte de los grupos criminales. Al respecto, hay que decir que aunque la desaparición se ejecute por particulares, sólo es posible que llegue a ser un fenómeno generalizado, como efectivamente lo es en el caso de México, si cuenta con el amparo del Estado o de fracciones del mismo. Y mucho más cuando esta práctica, además de ser sostenida, permanece impune.
Ayotzinapa es un ejemplo clarísimo al respecto que no podemos ni queremos dejar de recordar. Es una herida abierta que nos interpela, que pone sobre la mesa nuestra deuda no sólo con las víctimas de Ayotzinapa, o de Guerrero, sino también con las decenas de miles de hombres, mujeres, niños que han sido objeto de la desaparición forzada, que han sido privados de su condición de sujetos de derecho y de persona, de la libertad, de la vida y hasta de un entierro digno.
Los llamados “levantones”, asesinatos, y la desaparición de personas -probablemente la violación más grave a los derechos humanos porque comprende prácticamente todas las otras-, no sólo se mantuvieron, sino que se potenciaron en todo el país después del 2000, y especialmente a partir de 2006.
Según las cifras gubernamentales, existían en México, al 22 de octubre de 2015, 25.918 denuncias de personas desaparecidas en el fuero común y 681 en el fuero federal, lo que suma 26.599 personas sin localizar, con un claro incremento de las cifras a partir de 2013 (RNPED 2015). El registro no hace discriminación alguna entre no localizadas, desaparecidas y objeto de desaparición forzada, lo cual no es casual, sino que tiende a oscurecer el fenómeno, impidiendo así la identificación de su gravedad y eludiendo la clasificación de desaparición forzada que involucra siempre un tipo de responsabilidad gubernamental.
Ayotzinapa, caso paradigmático, herida abierta
Guerrero es uno de los estados más violentos del país aunque no registra el mayor número de denuncias por desaparición forzada en el fuero común (apenas el 3% del total). Sin embargo, en el fuero federal concentra 28% de las mismas. Dentro de Guerrero, el municipio de Iguala -con una población de menos de 130 mil habitantes-, tiene tasas de denuncias por desaparición superiores al promedio nacional –de por sí elevadísimo-, que se incrementaron en 2012, año en que José Luis Abarca asumió la Presidencia Municipal.
No es extraño, la desaparición forzada se asocia en la actualidad con regiones en las que las actividades ilícitas –que proliferan en Guerrero- proporcionan enormes ganancias facilitando la asociación de las redes criminales con fracciones del Estado para garantizar el control del territorio y sus riquezas. Son parte de procesos de acumulación por desposesión, basados en la depredación, el fraude y la violencia. Estas redes recurren a las formas más descarnadas del uso de la fuerza para impedir cualquier obstáculo a la apropiación desbocada de todo tipo de recursos, que generalmente es resistida por las organizaciones sociales y comunitarias que defienden la integridad de su territorio. Por otra parte, los distintos grupos mafiosos, amparados por diferentes fracciones del Estado, disputan entre sí el control de los espacios y corredores más “jugosos” en términos de ganancia, y lo hacen con la misma crueldad. De manera que las víctimas principales de la desaparición forzada hoy son miembros periféricos de las redes criminales, utilizados por ellas como mano de obra barata y desechable, así como activistas sociales y políticos que les hacen frente, o bien población de la que se sirven como mano de obra forzada o de la que intentan obtener algún beneficio. A diferencia de las desapariciones forzadas los años setenta, las actuales víctimas de desaparición no son principalmente militantes políticos. Desde luego, esto no las hace menos víctimas ni el fenómeno pierde su carácter de fenómeno político que, en consecuencia, debe analizarse como tal.
El estado de Guerrero es productor de estupefacientes, el primer productor de goma de opio en el mundo, según el gobernador interino Rogelio Ortega Martínez (Ortega 4), y uno de los corredores de droga más importantes del país; por su parte, Iguala es rica en oro, pero sobre todo en la producción y acopio de amapola.
La desaparición de personas muestra un patrón consistente en Guerrero y en otras entidades del país, que comprende la siguiente secuencia: presencia de redes criminales protegidas-secuestro-desaparición-asesinato-entierro clandestino o incineración de los restos-impunidad. Sin embargo, estas “desapariciones” no se tipifican como “forzadas” porque aunque en muchos casos existen pruebas fehacientes de la participación de las autoridades, las mismas lo niegan –de la misma manera que ocurría en los setenta-, y la justicia, en complicidad con las autoridades responsables, no las investiga ni las tipifica como tales -también como en los setenta-. Se trata, como entonces, de borrar la responsabilidad del Estado, esconder los dispositivos desaparecedores de personas y cuerpos y, de esta manera, mantenerlos activos. Por eso la práctica continúa y se extiende.
No obstante, el ocultamiento oficial, la población identifica gran parte de los crímenes y a sus responsables, sobre todo en las localidades pequeñas donde todos se conocen. En ellas, unos son parte de las redes criminales de manera voluntaria o forzada, otros las aceptan en silencio, muchos más les temen y callan, y unos pocos se atreven a denunciar, con riesgo de sus vidas.
Diversos testimonios, recogidos principalmente por periodistas([3]) y por organismos de defensa de los derechos humanos, como el Tribunal Permanente de los Pueblos, afirman que ciertos funcionarios policiales, políticos y militares protegen a los delincuentes. Sostienen que, en ocasiones, las propias autoridades dan las órdenes de los secuestros que culminan con el asesinato y el entierro clandestino de los restos, como ya había hecho el presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca, desde antes de Ayotzinapa, con Arturo Hernández Cardona y otros integrantes de la Unidad Popular. Estos hecho habían sido denunciados ante autoridades estatales y federales, sin encontrar respuesta. Todos estos rasgos permiten reconocer claramente la figura de la desaparición forzada como tal. También organismos internacionales, como Naciones Unidas o Human Rights Watch han consignado, en sus respectivos informes de 2015, cientos de desapariciones que no dudaron en calificar como desapariciones forzadas.
No obstante, la gran cantidad de casos que pueden identificarse claramente dentro de esta figura, el de Ayotzinapa se puede considerar paradigmático en relación con las nuevas tecnologías de la desaparición. Esto es así por la gran cantidad de personas afectadas en un solo evento, por la existencia de numerosas pruebas sobre la intervención y omisión de diversas autoridades, por la evidente colusión entre algunas de ellas con las bandas criminales y por la opacidad de los procedimientos que se siguieron para identificar y sancionar a los responsables.
Los estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, son "sobrevivientes" de lo que fuera el proyecto educativo de la Revolución mexicana, que los gobiernos neoliberales han tratado de desaparecer, y guardan memoria de las promesas y las prácticas revolucionarias del siglo XX, de Emiliano Zapata a Lucio Cabañas, pasando por el Che Guevara. Son pobres, politizados y radicales. Por ello, han sido objeto constante de represión, de detenciones e incluso del asesinato de algunos de sus estudiantes. Se aplica sobre ellos, consistentemente, la política del miedo, como lo ha relatado en diferentes oportunidades Omar García, uno de los sobrevivientes de la masacre, ocurrida la noche del 26 de septiembre de 2015, de la que resultaron 43 normalistas desaparecidos, seis personas asesinadas y dos heridos de gravedad
La versión oficial de los hechos afirmó que los estudiantes habían sido confundidos con miembros de un cartel adversario al de Guerreros Unidos, que operaba en la zona. Por ello fueron atacados por la policía municipal, coludida con los criminales, para ser luego entregados a estos, quienes los asesinaron, incineraron sus cuerpos y arrojaron las cenizas al Río San Juan. Esta reconstrucción de los hechos fue desmentida por sobrevivientes y familiares, así como por académicos que demostraron su inconsistencia y, en especial, la imposibilidad fáctica de la versión sobre la incineración de los cuerpos.
Las autoridades de los distintos niveles han quedado exhibidas ya sea por acción o por omisión. Ha quedado claro el involucramiento del Presidente Municipal José Luis Abarca, el silencio cómplice del Gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, y la inaceptable prescindencia e inoperancia del gobierno federal que, a través de su titular llamó a “superar el dolor”, para cerrar el caso. Es irrefutable la participación directa de miembros del cártel Guerreros Unidos coludidos con las policías municipal y federal, y hay fuertes sospechas sobe el involucramiento del Batallón 27 del Ejército Mexicano que estuvo al tanto de las hecho pero, aparentemente, no intervino. En efecto, más allá de quiénes ejecutaron las acciones, lo cual no es irrelevante, ha quedado suficientemente establecido que todas las agencias de seguridad de Iguala, incluido el Ejército, siguieron los acontecimientos a través de la red de información compartida, sin detenerlo; es decir, que todos son responsables en algún grado, ya sea por acción u omisión.
Desde el principio, los distintos órdenes de gobierno no pudieron negar la participación de ciertas autoridades, pero intentaron restringirla al ámbito de lo municipal y finiquitar el asunto, como si la asociación del narco con autoridades locales pudiera existir al margen de los gobiernos estatal y federal y de las policías o las fuerzas militares asentadas en el territorio. Sin embargo, este intento de deslindarse de la responsabilidad no ha sido posible.
Para importantes sectores de la sociedad, la desaparición de los 43 normalistas pareció condensar simbólicamente las más de 23 mil desapariciones previas, pero también las ocurridas en los años setenta, así como las decenas de miles de ejecuciones extrajudiciales y las innumerables ofensas sufridas por la población durante décadas. Fue un recordatorio de todos esos atropellos y de la impunidad sistemática que los acompañó. De manera que hubo una enorme reacción social que comprendió en algunos casos acciones violentas por parte de la población enardecida, también grandes movilizaciones, así como la creación de nuevas organizaciones y colectivos, que se articularon en acciones territoriales y virtuales, a través de las redes, dándole voz y visibilidad a la tragedia, pero también a la realidad de las normales rurales en México.
En el plano internacional, el movimiento recurrió al Comité contra la Desaparición Forzada de Naciones Unidas, logrando que este reconociera la existencia de desapariciones generalizadas en casi todo el territorio de México, así como la práctica de su "reclasificación" bajo otras figuras, para quitarle relevancia al problema, junto a la gran impunidad de la que gozan los perpetradores.
La atrocidad de Ayotzinapa ha destapado la enorme dimensión del problema de la desaparición forzada en el país y ha detonado otras acciones, como la búsqueda directa de los desaparecidos por parte de comités de familiares.
En este sentido, se podría decir que la inoperancia o la falta de voluntad política del Estado frente a este problema ha resultado en formas de autorganización y autocuidado, formas autogestivas que implican también el rebasamiento del Estado por parte de la población civil. Estas prácticas, sin entrar en la confrontación, logran sobrepasar las políticas de miedo.
En las desapariciones de Ayotzinapa resuenan todas las otras, así como la constante impunidad, que ha funcionado como una verdadera autorización para sostener el dispositivo de la desaparición forzada como instrumento de control, ahora por parte de un poder articulado con las redes mafiosas. También muestran muy claramente las políticas de miedo por parte de circuitos público-privados que articulan fragmentos del Estado con poderosas redes delictivas, como forma de control del territorio y la disidencia, llegando, en algunos casos, al uso del terror. No se puede entender de otra manera el desollamiento, vivo, de Julio César Mondragón Fontes, la exhibición de su cadáver "arrojado como desperdicio a una calle de la zona industrial de Iguala" (Turati 83) y el silencio casi absoluto al respecto.
Ayotzinapa, como la mayor parte de las violencias actuales, saca a la luz la asociación de las redes delictivas con el Estado, pero ya no con un Estado centralizado y relativamente homogéneo como el de los años setenta, sino con un aparato descompuesto, penetrado, fragmentado que, sin embargo, reacciona tratando de controlar los daños y "salvar" la institucionalidad y las responsabilidades compartidas.
También permite observar una sociedad civil con resistencias diversas que articulan acciones nacionales e internacionales, legales o no, de movilización callejera, de autorganización, autonómicas, pero cuyo centro no está en la conquista del aparato estatal sino más bien en la posibilidad de construir espacios propios desde los márgenes del poder. Esta es una sociedad civil que ha pasado por los setenta para llegar a otro punto en la concepción del poder y las resistencias; una sociedad que es capaz de usar la violencia, pero de una forma principalmente defensiva. No espera justicia del Estado ni de los partidos políticos que lo gobiernan para asumir sobre sí lo más básico, como el registro y la recuperación de sus muertos sin dejar por ello de reclamarle a las instituciones el cumplimiento de su deber. No intenta tomar el Estado ni espera mayor cosa de él, pero le demanda, lo presiona y trata de transformar el derecho y la política para hacerlos aunque sea un poco menos impermeables.
Como es obvio, la tragedia de Ayotzinapa no se restringe a los 43, sino que es un acontecimiento paradigmático que permite visibilizar una realidad mucho más amplia. Aquello que se intenta confinar al ámbito local es un problema de carácter más general, que está ocurriendo en todo el territorio nacional –e incluso más allá de las fronteras-. Muestra nuevas formas de la desaparición forzada, tal como operan bajo las modalidades actuales del poder político y de una gubernamentalidad que se articula con las redes criminales para amparar formas extraordinarias y aceleradas de acumulación.
Ayotzinapa nos conmina a repensar esta gubernamentalidad, sus violencias y sus dispositivos, entre ellos las políticas de atemorizamiento general y la desaparición forzada como uno de sus instrumentos, para la eliminación de cualquier disidencia, de cualquier obstáculo, político o no. Revela un poder que se piensa y actúa desde lo ilimitado; esto se manifiesta de distintas maneras y comprende, entre otras cosas, la ruptura de los límites entre lo legal y lo ilegal.
La desaparición cobra ahora nueva vida, se amplía y se actualiza por su articulación con un “capitalismo criminal”, en el que fracciones del Estado y las redes de ilegalidad se asocian en aras de una acumulación enloquecida que ha hecho de la naturaleza, el ser humano y la vida misma simples instrumentos del mercado. Pero Ayotzinapa también nos recuerda la capacidad del ser humano y de las sociedades para defender la dignidad, sostener la memoria y resistir las políticas de destrucción y desaparición. Las resistencias en el caso de Ayotzinapa y de las decenas de miles de desaparecidos por los que México reclama, son siempre complejas y difíciles. Se concentran y se disgregan, su fragilidad es más visible que su fortaleza y, sin embargo, allí están, irreductibles, incansables, buscando el borde, el margen para sobrevivir y recordar. Y desde allí logran mover, fisurar y, a veces, desintegrar los bloques monolíticos del poder. Toda roca tiene una fisura y, por allí, es por donde penetra la luz.
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NOTAS:
[1] Este artículo fue escrito gracias al apoyo del proyecto en el marco de proyecto “Memoria, resistencias y justicia en el México actual”, UACM-SECITI, PI2014-11.
[2] Esta cifra corresponde al análisis comparativo aquí citado. Sin embargo, los organismos de derechos humanos de Argentina manejan la cifra de 30 mil desaparecidos a partir de distintos documentos y testimonios.